Hace un par de semanas estaba leyendo una novela de un tal Levrero y encontré en la descripción de un personaje el modo más exacto de definir la impresión que me generaba Iván cada vez que conversaba con él, cualquiera fuera el asunto: era uno de esos que se inclinan atento sobre un camino de hormigas que los demás pisan sin notar. Era alto, o mejor, era grande, y sin embargo se detenía y se inclinaba a mirar ahí dónde los demás pisabamos sin notar. Y el notaba. Y nos advertía. Y nosotros debajamos de pisar el camino de hormigas. En otras palabras, en las nuestras, en nuestro vademecun, era un referente. Era de esos pocos que retienen la clarividencia suficiente para percibir los límites del estado de cosas existente y ponen, generosamente, a cualquier costo, toda su inteligencia y pasión al servicio de ampliar el campo de batalla. Pero no sólo tenía el pulso de los que andan siempre hurgando en los modos de revolucionar las cosas para mejorar la vida de los más, de los que menos tienen. No sólo tenía una irrepetible clarividencia política. También la compartía. Iván era de esos.
Según el sabio, la muerte es una vida vivida. Yo solo puedo dar cuenta de un breve fragmento de su vida, apenas el último año, y eso me apena. Porque, ¡se aprendía tanto conversando con él, militando con él! No son tantos los hombres y mujeres que logran generar esa impresión sobre sus interlocutores. Que el otro prefiera ir en silencio, escuchando. ¿Cuántos hay? Iván era de esos. Y también era de esos que cualquiera hubiera deseado haber conocido antes. Porque todos disfrutamos la presencia de ciertos amigos y compañeros pero, vamos, aprovechemos esta hora para sincerarnos, ¿con cuántos uno se reprocha no haberlo conocido antes? Iván era de esos. Una noche organizamos un encuentro informal con algunos compañeros. Aquella vez había estado especialmente filoso. Alguien que no lo conocía quedó tan encantado por su sagacidad, por su oratoria, por la solidez de sus argumentos, que una vez que Iván se hubo ido, este compañero se me acercó y me dijo contento, orgulloso que cuando Iván lo saludo le dijo “un gusto compañerazo”. El pibe sonreía. Ivan generaba eso.
Un par de semanas atrás había cumplido años. Treinta y cuatro. Me acuerdo que aquel día le regalé un libro sobre ho chi minh. Él tenía una especial predilección por las biografías de esos hombres-tigres. Y yo queria que dejara de hablar del general park. Era una cruzada personal. En la primera página del libro escribí unas palabras, un par de renglones nomás. Me acuerdo que le proponía pensar las similitudes entre el compañerismo militante y la amistad. Le decía que se asemejan tanto que los dos pueden definirse de la misma manera: como una constelación de entusiasmos. Me acuerdo haberle escrito que una de las alegrías militantes más importantes de este año había sido encontrar en él un entusiasmo hermano, una simpatía por lo mismo. Un compañero político y un amigo. Seguro que no fui el único, que muchos otros hubieran también firmado esa dedicatoria. Era, es, un sentimiento compartido por todos los que lo conocimos al fragor de la militancia.
Solíamos debatir largo de política y economía. Al tiempo me percaté que en verdad no se trataba de un debate propiamente dicho porque, en general, el contrapunto con Iván estaba perdido de antemano. Pero sin embargo yo no saltaba a los botes aún sabiendo que mi barco, tarde o temprano, se hundiría. Pero mi persistencia no era terquedad. Insistía en la discusión porque un día advertí que a las mejores ideas, él las tenía siempre en el borde de algún debate. Iván era de esos a los que les gusta debatir porque los hacen pensar, pulir ideas. Me lo decía siempre. De modo que yo tensaba, perseguía sus frases e intentaba arrinconarlo hasta que por fin llegaba el momento en el que él encontraba el argumento preciso para saldar el debate en su favor. Y te lo espetaba de ese modo tan propio de él que daba la impresión que lo había pensado desde el principio de la discusión y que había dejado que el debate discurriera tan sólo para dar con el instante en que su argumento final fuera más filoso. Debatir con él era esperar ese momento. Por supuesto, la resultante era que yo me iba a mi casa con el argumento y entonces dejaba de pisar el camino de hormigas.
Lo que indudablemente no era admirable en él era su falta de pericia al volante. Un día, acompañándolo al interior de la provincia de Buenos Aires a dar una de sus charlas sobre el modelo de desarrollo económico, chocamos en plena panamericana. Era hora pico y la autotapista estaba atestada de autos. Apenas si avanzabamos. Y el contexto no era el mejor para estar frenados ahí. Tenía que llegar, dar la charla y volverse para 6,7,8. Y, sinceramente, no nos daban las horas. Estaba nervioso porque no quería colgar a los compañeros pero a mitad de camino lo habían llamado para que esa noche fuera a 6,7,8. Así que ibamos avanzando temerariamente, esquivando autos, desplazándonos de un carril a otro. Y en uno de esos desplazamientos, nos la dimos. La trompa del auto había quedado como la cara de raquel mancini. Bonita antes, bandoneonada después. Pero Iván era de esos que extraen virtudes de defectos.
Porque después vino con su alegoría de la autopista, esa que nos contó el día de su cumpleaños a un grupo de compañeros. La recuerdo así. Cuando las autopistas colpsan de autos, hay los que quieren ir más rápido que el promedio y cambian de carril buscando la fila de autos que avanza más rápido. Una y otra vez se desplazan de un lado a otro. Pero lo cierto es que por más maniobras que uno haga, es imposible avanazar más rápido que el resto. Es el colectivo el que marca el ritmo. Y el ritmo que marca el colectivo siempre es el adecuado. Por más intentos individuales de avanzar más rápido, siempre se avanza colectivamente. El resto son gestos desesperados, siempre infructuosos. Lo mismo sucede con la militancia política: sólo se avanza colectivamente. Había extraído la lección de aquel golpaso en la panamericana. Un genio.
Y a su modo, también era un pedagogo. Su preocupación contante era la construir un relato. Me acuerdo que el día que lo conocí me habló del libro sobre el lider de sendero luminoso y su orgazación guerrillera. Yo lo había leido, de casualidad, el mes anterior. Esa fue la primera constelación de entusiasmos. En la lectura, el detectó algo que yo había pasado por alto. Cuando el escritor entrevistó en sus celdas a los militantes de sendero, parece ser que todos respondían siguiendo el mismo esquema: mercado mundial, contexto latinoámericano y, por último, estado de la lucha de clases en Perú. El periodista le preguntaba cómo andaban y ellos respondían hablando del mercado mundial, america latina, el Perú y, finalmente, contestaban: “aquí ando, como me ves”. Tipos que no tenían intercambio alguno desde hacía años, respondían lo mismo cuando eran entrevistados, incluso sobre asuntos políticos de coyuntura sobre los que no habían tenido ocasión de ponerse de acuerdo. Más allá de lo extremo del caso, Iván admiraba esa homogeneidad del realto. Pero no la homogeneidad de contenido impuesta desde alguna torre de marfil. Era muy crítico de la falta de crítica. No, la homogenidad que el festejaba era la del modo razonar. La del marco teórico con el cuál uno ordena el caos del mundo de hoy y extrae la táctica política que impone la coyuntura para avanazar en mejorar la vida de los más lastimados. Para él esa era una tarea fundamental que teníamos que darnos para construir una fuerza política con capacidad real de transformar la realidad. Un programa. Organización y programa repetía siempre que podía. Necesitamos organización y programa. Y en eso andaba.
En cuanto a su legado, se me viene a la mente una frase del Che. Che enseñaba que la muerte debe ser bienvenida, donde quiera que nos encuentre, si una mano compañera recoge el fusil que el revolucionario deja caer en su hora final. Otros son nuestros tiempos. Pero cada época tiene su propio fusil, su intrumento de lucha. No hay descanso. Hay los que descansan pero no hay descanso. Siempre los más pisoteados por toda bota cuentan con un arma. La que nos tocó en gracia, nuestro fusil, viene a ser la militancia. También se nos va la vida en ella. Pero ¿qué más da? ¿quién ofrece algo más noble, más incomodamente noble? Así que sí, lo nuestro sigue siendo fusil contra fusil. Del suelo, levantamos lo que Iván dejo caer. Él no descansaba. Empuñando su fusil, avanzamos. Militamos. Hace un mes su estrella se apagaba. Pero a medias. Porque, como preguntaba el poeta,”¿acaso el alma de un violín se desvanece con el chasquido de una cuerda que se corta?”. La vida de los que se han ido está en la memoria de los que viven. Y yo lo voy a recordar como uno de los militantes más lúcidos de la causa de los pueblos. Iván era de esos. Y a esos, se los extraña. Siempre. Mucho.